Bienvenido a la isla de Ávalon...

miércoles, enero 30, 2008

Érase una vez...




Nada se me antojaba más bello que esa estampa. Caballero y cabalgadura se dejaban ver entre las ramas de los árboles. Su paso era firme, aunque denotaba el cansancio del caballo.

Yo me había detenido a un lado del camino. Una rama despistada había tenido a bien rozar mi semblante, mientras cabalgaba distraída. Si bien, aparentemente mi atención iba dirigida a limpiar cuidadosamente de mi rostro las dos gotas de sangre que se desprendían del rasguño, no dejaba de guiar la mirada hacia el caballero que seguía avanzando hacía donde yo me encontraba. Dado que el yelmo le cubría, sólo la visión de su escudo me haría vislumbrar su identidad.

No cabía duda.

En campo de sable, dragón de oro sobre una banda y dos cotizas de plata.

Poco sabía de él. Hijo de una madre protectora en exceso, Sir Perceval se había criado en la campiña galesa. Alejado de todo y de todos, su progenitora lo mantuvo apartado del violento horror caballeresco. La aterraba imaginar a su hijo colgando de su montura las cabezas de sus enemigos. Pese al esmero que puso ella, un buen día (sin duda desdichado para la dama, puesto que no volvió a verlo) cinco rutilantes caballeros deslumbraron con su porte y gallardía al joven Perceval, quien les siguió hasta la corte y tras recibir la debida instrucción fue armado caballero.

Se encontraba ya a veinte escasos pasos.

El encuentro parecía inevitable… es más, dado que uno de los elementos del código de caballería es la protección de los débiles y de las mujeres, era indudable que se detendría ante mí por si era menester.

- Disculpad mi osadía en dirigirme a vos, mi señora… pero no es…


- Os disculpo la insolencia – interrumpí sin dejar que acabara su frase- pero no os tolero que os dirijáis a mí con el yelmo todavía en vuestra testa. ¿No os han enseñado a descubríos cuando conversáis con una dama?


- Ciertamente… y solicito de vuestra gentil persona, una pizca de benevolencia. Con el ánimo de no asustaros, lo he creído más oportuno… - dijo él mientras se despojaba del yelmo con premura.


- Dado que me parecen razonables vuestras palabras, será oportuno no dar más relevancia a los hechos Sir Perceval.


- ¿Y decidme, mi señora… sería del mismo modo oportuno que este torpe caballero, conociera la identidad de la dama cuya intrepidez la permite cabalgar sola y reprender a los varones probos que encuentra a su paso?


- Apropiado quizás sí, conveniente... deberéis descubrirlo vos.
No es gallardía cuando se maneja con destreza una espada y se posee un corcel rápido, que permita tomar nuevos rumbos en las ocasiones que así lo requieran. Como veis, algunas damas pueden permitirse ciertas licencias…
Debido a lo dilatado de la historia, confío que “el caballero insolente” tenga a bien permitirme continuarla en otra ocasión…

lunes, enero 21, 2008

Mucho ruido y pocas nueces...

Acto I – Escena I

Entran DON PEDRO, DON JUAN, CLAUDIO, BENEDICTO, BALTASAR y otros.
DON PEDRO.—Querido signior Leonato, salís al encuentro de vuestra
incomodidad. La costumbre del mundo es evitar gastos, y vos vais en busca de
ellos.
LEONATO.—Jamás entró en mi casa la incomodidad en figura de vuestra gracia,
pues cuando la incomodidad se marcha, el bienestar se queda; pero cuando vos
me abandonáis, la tristeza permanece y la ventura es la que nos da su adiós.
DON PEDRO.—Aceptáis vuestra carga demasiado gustosamente. Supongo que
será ésta vuestra hija.
LEONATO.—Muchas veces me lo dijo así su madre.
BENEDICTO.—¿Lo dudabais, señor, cuando se lo preguntasteis?
LEONATO.—No, señor Benedicto, pues erais un niño entonces.
DON PEDRO.—Volved por otra, Benedicto. De aquí conjeturamos lo que sois,
siendo ya un hombre. En verdad, la hija no desmiente al padre. Sed feliz, señora,
ya que os parecéis a un padre tan honrado.
BENEDICTO.—Si el signior Leonato es su padre, no quisiera ella por toda Mesina
llevar su cabeza sobre sus hombros, por mucho que se le asemeje.
BEATRIZ.—Me asombra que sigáis hablando todavía, signior Benedicto. Nadie
repara en vos.
BENEDICTO.—¡Cómo! Mi querida señora Desdén, ¿vivís aún?
BEATRIZ.—¿Es posible que muera el Desdén, cuando puede cebarse en tan
buen pasto como el signior Benedicto? La propia galantería se trocara en desdén
si estuvierais vos en su presencia.
BENEDICTO.—Fuera entonces la galantería una renegada. Pero lo cierto es que
todas las damas se prendan de mí, exceptuada solamente vos; y quisiera hallar
en mi corazón que mi corazón no fuera tan duro; porque, a la verdad, no amo a
ninguna.
BEATRIZ.—¡Qué incalculable dicha para las mujeres! De otra manera se verían
importunadas por un pretendiente enojoso. Gracias a Dios y a mi temperamento
frío, soy en eso del mismo parecer que vos. Prefiero oír a mi perro ladrar a un
grajo que a un hombre jurar que me adora.
BENEDICTO.—Dios mantenga siempre a vuestra señoría en esa disposición de
ánimo. Así se verá libre uno u otro caballero de los infalibles arañazos en la cara.
BEATRIZ.—Si fuese una cara como la vuestra no podrían afearla los arañazos.
BENEDICTO.—Bien, sois una extraordinaria adiestraloros.
BEATRIZ.—Más vale un ave con mi lengua que un animal con la vuestra.
BENEDICTO.—Así marchase mi caballo con la rapidez de vuestra lengua y
mantuviese tan bien el aliento. Pero seguid vuestro camino, en nombre de Dios;
he terminado.
BEATRIZ.—Siempre acabáis con un par de coces. Os conozco de antiguo.

Escena II
Jardín de Leonato.
Entran BENEDICTO y MARGARITA por lados opuestos.
BENEDICTO.—Te ruego, querida señorita Margarita, que te hagas acreedora a
mi gratitud, ayudándome a hablar con Beatriz.
MARGARITA.—¿Me escribiréis, entonces, un soneto en elogio de mi belleza?
BENEDICTO.—En estilo tan elevado, Margarita, que ningún hombre viviente
quedará por encima; pues, a decir verdad, bien lo mereces.
MARGARITA.—¡No tener ningún hombre encima! ¡Cómo! ¿Habrá de quedar
siempre debajo?
BENEDICTO.—Tu ingenio es tan listo como la boca del galgo: las coge al vuelo.
MARGARITA.—Y el vuestro tan embotado como un florete de esgrima, que toca,
pero no hiere.
BENEDICTO.—Ingenio varonil, Margarita, que no se atreve a herir a una mujer; y
con esto te ruego que llames a Beatriz. Te rindo los broqueles.
MARGARITA.—Dadnos las espadas, que tenemos broqueles naturales.
BENEDICTO.—Si los usáis, Margarita, debéis cogerlos por el asa en la cazoleta;
y son armas peligrosas para las doncellas.
MARGARITA.—Bien; llamaré a Beatriz, que supongo tiene piernas.
BENEDICTO.—Y, por lo tanto, vendrá.
Sale MARGARITA.
Entra BEATRIZ.
Querida Beatriz, ¿vienes cuando te llamo?
BEATRIZ.—Sí, signior; y partiré cuando me lo mandéis
BENEDICTO.—¡Oh! Quédate aquí hasta entonces.
BEATRIZ.—«Entonces» ya está dicho; adiós, pues, ahora. Y, sin embargo, antes
de irme, permitid que me marche con lo que me hizo venir; esto es, saber lo que
ha ocurrido entre vos y Claudio.
BENEDICTO.—Sólo palabras agrias. Y ahora permite que te bese.
BEATRIZ.—Palabras agrias no son más que viento agrio; y viento agrio es sólo
aliento agrio, y el aliento agrio es desagradable. Por consiguiente, me marcho sin
que me beséis.
BENEDICTO.—Tal es la impetuosidad de tu ingenio, que ahuyentas las palabras
de su verdadero sentido. Pero debo hablarte llanamente: Claudio ha aceptado mi
reto, y, o me responderá pronto, o publicaré su cobardía. Y ahora te suplico que
me digas: ¿por cuál de mis malas prendas te enamoraste primero de mí?
BEATRIZ.—Por todas a la vez, que componen un estado tan pérfidamente
puntilloso, que no admiten prenda buena alguna para mezclarse con ellas. ¿Y por
cuál de mis buenas prendas sufristeis primero de amor por mí?
BENEDICTO.—«¡Sufrir de amor!» ¡Bonito epíteto! Sufro de amor, en efecto,
porque te amo contra mi voluntad.
BEATRIZ.—A pesar de vuestro corazón, supongo. ¡Ay, pobre corazón! Si le
llenáis de pesar por mi amor, haré otro tanto por amor vuestro, pues nunca amaré
lo que mi amigo odie.
BENEDICTO.—Tú y yo tenemos discreción bastante para arrullarnos
apaciblemente.
BEATRIZ.—No lo parece, según esa confesión. Entre veinte hombres discretos
no hay uno que se alabe a sí propio.
BENEDICTO.—Máxima antigua, Beatriz; máxima antigua, que tuvo valor allá en
los tiempos de buena vecindad. Si en este siglo no se erige un hombre su tumba
antes de morir, no vivirá más su monumento que el son de las campanas y el
llanto de su viuda.
BEATRIZ.—¿Y cuánto es eso, según vos?
BENEDICTO.—¡Valiente pregunta! Una hora de doble y un cuarto de hora de
lágrimas. Así, lo propio de un hombre prudente (si don Gusano, su conciencia, no
halla en contrario ningún impedimento) es ser la trompeta de sus propias virtudes,
como soy yo de las mías. Por eso ensalzo mi persona, que, como puedo
atestiguar, es muy digna de alabanza. Y ahora decidme, ¿cómo está vuestra
prima?
BEATRIZ.—Muy mal.
BENEDICTO.—¿Y vos?
BEATRIZ.—Muy mal también.
BENEDICTO.—Servid a Dios, amadme y aliviaos. Con lo cual os dejo también,
pues aquí se acerca alguien a toda prisa.
Entra ÚRSULA.
ÚRSULA.—Señora, es menester que vengáis junto a vuestro tío. Allá dentro en la casa hay un estrépito enorme. Está probado que mi señora Hero ha sido
falsamente acusada. Han sufrido un gran engaño el príncipe y Claudio, y don
Juan, el autor de todo, se ha dado a la fuga. ¿Iréis inmediatamente?
BEATRIZ.—¿Queréis venir a oír estas nuevas, signior?
BENEDICTO.—¡Quiero vivir en tu corazón, morir en tu seno y ser enterrado en
tus ojos! Y además ir contigo a ver a tu tío. (Salen.)
....

W. Shakespeare

Para vos viejo amigo... por todos esos recuerdos.

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martes, enero 08, 2008

Encantamientos...



Ven, acércate... no temas.
Sentirás mi aliento en tu cuello. La punta de mi lengua rozará el lóbulo de tu oreja. Mis dedos recorrerán en círculo tus sienes, muy despacio…
Un pequeño mordisco en tu barbilla… mis labios acariciarán tu piel un instante.

Jamás volverás a tener pesadillas.